En figura de macho cabrío negro es representado un genio que, en ciertos aspectos, parece sucedáneo del genio.
Además de sus rasgos generales, comunes con los de Mari, tiene facultades curativas e influencia benéfica sobre los animales encomendados a su protección y custodia. Todo chivo negro es considerado como un símbolo mortal. Por eso en muchas casas, deseando impedir que su ganado sea atacado por alguna enfermedad, crían en el establo un macho cabrío, el cual debe ser negro. La brujería, que tanta resonancia tuvo en Vasconia durante los siglos XVI y XVII, dio particular notoriedad a esta vieja representación del numen Akerbeltz. Este era adorado (o se suponía que lo era) en Akelarre por brujos y brujas en las noches de lunes, miércoles y viernes. Los reunidos bailaban y ofrendaban a su numen panes, huevos y dinero. A juzgar por la descripción de sus reuniones, éstas respondían a un movimiento clandestino, inserto en viejas creencias, en el que llegó a cristalizar la oposición contra la religión cristiana y quizá, más solapadamente, contra el estado social vigente u oficialmente reconocido en el país. Más de quince lugares de este culto se señalan en tierras de Vasconia: su nombre más comúnmente conocido es Akelarre. El de Zugarramurdi es una planicie situada delante de la entrada de una caverna. Según la tradición y documentos del siglo XVII, en aquel paraje y en aquella caverna se reunían los brujos.
Se encuentra muy vinculado a otras religiones y mitologías de todo el continente europeo, es así como observamos al Dios de la mitología nórdica llamado “Herne el cazador”, en la mitología Celta “Cernudos”, en la mitología egipcia “Osiris”, en la hindú “Pashupati”, y en la mitología romana “Fauno”, todos con características muy similares, cuernos, poder y fortaleza y dominio.
Asimismo los pueblos de la antigua Grecia lo relacionaban con el Dios Dionisio, con Afrodita y con el Dios Pan, quien era un férreo perseguidor de las ninfas y los elfos, cada uno de los dioses lo utilizaban como cabalgadura, y siempre estaban a su lado inseparablemente.
Podemos intuir el grado de importancia que para las culturas preindoeuropeas tuvo un determinado mito, por el respectivo “grado de saña” con el que fue atacado y demonizado posteriormente por los nuevos mitólogos patriarcales. En este sentido, no cabe duda de que Akerbeltz, el “macho cabrío negro” que presidía los akelarres vascos, debió de jugar un papel central en la cosmovisión de nuestros ancestros, pues no existe imagen mítica cuyos atributos inspiren mayor temor entre los fieles del cristianismo romano. A este respecto, el gran mitólogo Joseph Campbell decía:
“Una estratagema sacerdotal de difamación mitológica utilizada constantemente, principal, pero no únicamente, por los teólogos occidentales, consiste simplemente en llamar a los dioses de los otros pueblos demonios.”
Joseph Campbell, “Las máscaras de Dios.”
Como consecuencia de esta “difamación mitológica”, la significación originaria del mito de Akerbeltz fue prohibida por herética y en consecuencia, se extendió el castigo a todo aquel que osara compartirla. De tal modo que, hasta nuestros días, tan sólo han llegado algunos pequeños detalles sobre las características y funciones de este numen ancestral vasco, por lo que nos resulta indispensable acudir a la etnología y a la mitología comparada para intentar descubrir algo más sobre quien era este ser, del que se ha hablado tanto y del que paradójicamente hoy se sabe, a ciencia cierta, tan poco.
Tomando como punto de partida de nuestras indagaciones a su morfología o descripción física, Akerbeltz (o simplemente Aker) es, según distintos testimonios de la tradición oral, un macho cabrío negro de rasgos antropomorfos. En este sentido, la mitología comparada nos permite como mínimo afirmar que los híbridos entre un hombre y un animal astado (ya sea chivo, carnero, toro o venado) representan unánimemente un arquetipo de fertilidad y virilidad vinculado al principio masculino de la naturaleza, ya sea asociado a los ciclos reproductivos de los animales o al crecimiento de la vegetación y de los bosques. Los más famosos Hombres-chivo de la antigüedad son los sátiros griegos y los posteriores romanos, entre los más conocidos, Pan y Fauno:
“Los poseedores, protectores o espíritus de los animales, los bosques y las montañas están contrastados en Europa, a lo largo del tiempo, tanto en documentos escritos como en el folklore y, en las culturas griega y romana, hay constancia de figuras míticas emparentadas con este arquetipo y conocidas con los nombres de Pan, Faunus, Silvanus y otros. El griego Pan era el dios mortal del bosque, un pastor, y se creía que era el protector de los animales salvajes, apicultores y cazadores; […]. El Faunus romano se identificaba con Pan, y ambos estaban relacionados con otras deidades de diferentes nombres: el romano Silvanos y el ilírico Vidassus, dios de los bosques y los pastos.” .
Marija Gimbutas, “El lenguaje de la Diosa”
Esta vinculación del Pan griego y el Fauno romano con los animales y el pastoreo, encuentran su paralelismo simbólico en algunos atributos similares que, sobre Akerbeltz, rescató en las comunidades rurales vascas de hace más de un siglo, el etnólogo J.M de Barandiaran:
“El numen denominado Akerbeltz tiene facultades curativas e influencia benéfica sobre los animales encomendados a su custodia o protección, influencia que ejerce mediante, su símbolo mortal, que es el macho cabrío. Por eso en algunas casas, deseando impedir que su ganado sea atacado por alguna enfermedad, crían en el establo un macho cabrío, el cual debe ser negro, es decir, Akerbeltz “macho cabrío negro“, para que su influencia protectora sea más eficaz.” J.M de Barandiaran, “Mitología vasca”
Vemos pues, como en el imaginario simbólico vasco, el color negro no tiene nada de tenebroso, ni de luctuoso, sino que parece ser un símbolo de fertilidad. Esto encaja con su significado dentro del arte neolítico preindoeuropeo, dónde dicho color aparece asociado a símbolos y representaciones de fertilidad y nacimiento, como evocación de la tierra fértil y de la oscuridad del subsuelo (matriz de la Diosa). Por tanto, podemos presuponer, gracias a la pista simbólica que nos da el color negro de Aker, que estamos ante un mito, como mínimo, de origen preindoeuropeo (pues para las posteriores culturas indoeuropeas el color negro es un símbolo de muerte). Pero es muy posible también, que su origen se remonte incluso a tiempos anteriores al desarrollo de la ganadería, al Paleolítico Superior, momento histórico en el que los investigadores sitúan el origen de una figura mítica, que parece formar parte de un gran numero culturas indígenas del hemisferio norte y a la que se denomina de manera genérica en los estudios etnológicos como “Señor de los animales.” De este numen ancestral parecen haber evolucionado posteriormente las deidades astadas de las mitologías antiguas, asociadas a la fertilidad de los animales y los bosques.
“Según Ad. E. Jensen, entre los primitivos pueblos cazadores existe un ser que se venera como Señor y protector de los animales salvajes y como auxiliar del hombre en la caza. […] El chamán del pueblo cazador debe rogar al señor de los animales que proporcione caza suficiente. El Señor de los Animales ordena entonces que para cazar sean observadas algunas prescripciones y concede a los cazadores un número determinado de animales. […] Si se matan animales a la ligera, se comete un sacrilegio contra este señor divino, que tiene a los animales bajo su protección en el interior de la Tierra y conoce su número.” Juan Cruz, “Religiosidad de la gastronomía primitiva”
El que el Señor de los animales sea una figura mítica, que bajo distintos nombres y características que evolucionaron desde el Paleolítico Superior, pudo estar antaño extendida en todo el espacio geográfico preindoeuropeo, puede ser comprobado a través de la comparación de dos piezas arqueológicas procedentes, una de Europa Occidental y la otra del Indostán. La primera de ellas, aunque de origen indoeuropeo, es una representación del dios celta Cernunnos (“el cornudo”) grabada en el caldero de Gundestrup (Dinamarca) y de unos 2.000 años de antigüedad.
Esta imagen no es la más antigua en la que aparece Cernunnos, pero si la que mayor carga simbólica tiene. En ella un hombre con cornamenta de ciervo, sentado en posición sedante, sujeta en su mano izquierda una serpiente con cuernos de carnero (dragón) y en su mano derecha un torque. Alrededor suyo se agrupan animales y motivos vegetales. Cernunnos, es el Señor de los animales y de los bosques en la tradición celta y era conocido como el “Gran Padre” entre los druidas galos. Su cornamenta de venado no solo es un signo de virilidad y fertilidad, sino que está relacionada con los bosques por su similitud con las ramas de un árbol (de hecho en euskera “rama” y “cuerno” se dicen de la misma forma: adar). De ahí que el venado sea considerado el rey o espíritu del bosque en muchos mitos antiguos.
Sabemos que Cernunnos tiene un origen cultural que se remonta a tiempos muy anteriores a los celtas, pues encontramos una representación muy similar (aunque con cuernos de búfalo), 2.700 años anterior y nada menos que a 8.000 kilómetros de distancia, perteneciente a la cultura preindoeuropea del Valle del Indo de Mohenho Daro, en la actual Pakistán. Representa a Pashupati, Señor de los animales de la cultura drávida (descritos por los invasores vedas como el “pueblo de la tierra y la serpiente”). La similitud entre las imágenes de Cernunnos y Pashupati, así como la grandísima distancia geográfica y temporal entre ambas representaciones, no deja dudas al respecto de que estamos ante una deidad antaño extendida por todo el espacio geográfico preindoeuropeo.
Pero las expresiones artísticas prehistóricas vinculadas al simbolismo del Señor de los animales pueden rastrearse hasta mucho más atrás en el tiempo. Como ya decíamos antes, el que su origen mítico pueda estar en las cosmovisiones aborígenes europeas del Paleolítico Superior, parece confirmarse a través de diversas representaciones pictóricas del arte rupestre franco-cantábrico. Entre ellas destaca la famosa imagen de 15.000 años de antigüedad del “hechicero,” en la gruta de Les trois Freres (Francia), en las que un hombre, ataviado con la piel y la cornamenta de un bisonte danza, rodeado de numerosos animales, mientras toca lo que parece ser una especie de flauta (la cual nos recuerda a la “siringa” que, según la mitología clásica, tocan Pan y Fauno).
Es posible, como sugieren muchos autores, que esta imagen no haga referencia al Señor de los animales, sino a su intermediario terrenal, el chamán. Así, si recurrimos a la etnología comparada, nos encontramos con que en algunos pueblos siberianos actuales, como los evenk (de dónde precisamente proviene el término “chamán”, que en Evenki significa “sabio”), los chamanes masculinos se visten en determinadas ritos con la piel y la cornamenta de un ciervo, y reproducen en sus danzas extáticas la época del celo de este animal para propiciar la fertilidad de las manadas y tener en consecuencia “buena caza.” A estas ceremonias los pueblos del norte de Siberia las denominan “Ritual de renovación de la vida”.
“Entre los evenk de Siberia existe un ritual de caza en el que el chamán se identifica con un gran ciervo macho. Esta asociación simbólica subrayada por otros elementos rituales, está confirmada por descripciones como “el chamán es como un gran ciervo macho que defiende su manada”. La razón de esto subyace no sólo en el modelo de masculinidad proporcionado por el ciervo macho en celo, que se evoca con el comportamiento del chamán durante el ritual. También es la expresión de un principio subyacente a los evenk y en otros pueblos siberianos que obtienen su sustento esencialmente de la caza. Este principio consiste en concebir la caza no como un acto de predación, sino como un intercambio de vidas entre los seres humanos y las especies salvajes que les proporcionan alimento”. Roberte Hamayon, “Ritual indentification of the shaman with a large deer”
Por tanto, no parece descabellado el englobar a Akerbeltz en la descripción genérica de “Señor de los animales” junto al resto de deidades astadas que, en numerosas cosmovisiones arcaicas, regían los ciclos reproductivos y la caza de los animales que les proporcionaban sustento, pues la descripción que sobre el numen vasco hace Barandiaran es bastante explicita al respecto: “tiene facultades curativas e influencia benéfica sobre los animales encomendados a su custodia o protección.” Del mismo modo, la tradición oral y numerosos testimonios históricos nos cuentan que para lograr la intermediación de Akerbeltz en los asuntos terrenales, es necesario comunicarse con él a través de ceremonias sagradas (akelarres) que, al igual que los ritos chamánicos paleolíticos o los de algunas culturas indígenas actuales, tienen como requisito indispensable el “acceder” a la dimensión espiritual de la naturaleza.
Pero para entender las funciones y atributos que pudo tener Akerbeltz en la cultura vasca de antaño, debemos tener en cuenta también, que los númenes de la fertilidad con los que parece estar emparentado mitológicamente, no estaban exclusivamente vinculados a los animales, sino también a los bosques y a los cultivos. Ya hemos visto en el anterior capítulo, como las comunidades preindoeuropeas del neolítico, aunque practicaban la agricultura en mayor o menor medida, vivían integradas en el bosque, el cual se calcula que ocupaba más de tres cuartas partes de la geografía de nuestro continente. Europa era pues, un enorme bosque sin principio ni final, con pequeños claros abiertos para el pastoreo y las tierras de cultivo. Vivir integrado en un hábitat boscoso (basatiak, basokoak) y particularmente en el bosque caducifolio típico del Arco Atlántico europeo, permitía a nuestros ancestros percibir la naturaleza como un eterno ciclo de transformación y regeneración que se repetía periódicamente año tras año, siguiendo unas mismas pautas estacionales.
Esto dio pie al surgimiento de un calendario ceremonial agrícola que, de manera común a numerosas culturas arcaicas de todos los continentes, comienza periódicamente en el solsticio de invierno, por ser el momento en el que el sol, en su movimiento aparente, inicia de nuevo su trayectoria paulatina de ascenso en el firmamento y el tiempo de luz de los días comienza de nuevo a ser cada vez más largo. Esto es y era celebrado como el nacimiento del “nuevo sol”, como así ha quedado reflejado en la expresión navideña vasca para felicitar el nuevo año: Eguberri on (“buen nuevo sol).”
Esto inicio del ciclo anual de regeneración de la vida, fue expresado también mitológicamente en las culturas pre-indoeuropeas a través de un relato que, con distintos nombres y matices, puede rastrearse desde Europa Occidental hasta el Valle del Indo, y al que como veremos más adelante, es posible que estuviera también vinculado, en su origen, el mito de Akerbeltz. Su escenificación anual comenzaba, como hemos dicho, en torno al solsticio de invierno, momento en el que la Gran Diosa daba a luz a un hijo, el Dios-año de la vegetación y las cosechas (Dionisos en Grecia, Osiris en Egipto, Tammuzz en Mesopotamia, Shiva en el Indo,…) que, con el paso de los meses, se convertiría en su amante (época de siembra), para posteriormente morir y regresar al inframundo (plantación de la semilla), desde donde volvería a renacer de nuevo (germinación) hasta su marchitamiento y muerte. Este papel de hijo y a la vez consorte, no tiene nada de incestuoso, sino que debe ser entendido desde la perspectiva simbólica preindoeuropea de que la Gran Diosa, como símbolo del Todo, emana de su propio ser el principio masculino de la naturaleza para autofecundarse (partenogénesis).
“En todos estos panteones y similares la divinidad es una diosa madre personificadora de la naturaleza, junto a la cual comparece un hijo-esposo (paredro) sea en forma antropomórfica de joven dios sea en forma animalesca de toro o carnero sea como símbolo fálico de expresión vegetal o animal. (…) Lo característico de este hijo amante (paredro) de la Diosa Madre es que obtiene una significación antiheroica, ya que está al servicio fecundador de la Madre Natura, muriendo tras su acto de fertilización y renaciendo para volver a fecundarla. Dionisos es el dios paredro más famoso en su función de hijo-amante de la Diosa Madre, tal y como aparece en la religiosidad cretense interpretada por K.Kerényi. Por eso no es un dios celeste o sideral sino subterráneo y oscuro, cuya figura trágica es celebrada en la tragedia griega como dios toro o chivo (fecundador)”
Los detalles en torno al culto a Dionisos, su mitología y su simbolismo arquetípico son extremadamente extensos y complejos, por lo que remitimos al lector a otras fuentes, si es que necesita o quiere profundizar en el tema. No obstante, considerando por un lado que Dionisos constituye la imagen más representativa en Europa Occidental sobre el mito del Dios-año de la fertilidad; que por otro lado y como indica Ortiz Osés, “no es un dios celeste o sideral, sino subterráneo y oscuro”, y que además suele ser representado como “un chivo fecundador”, lo tomaremos como referencia mitológica, aunque sea en su lectura más superficial o básica, para intentar encontrar más pistas sobre el significado originario del mito de Akerbeltz. Por lo pronto, la primera pista importante que nos indica que existen paralelismos entre ambos mitos, es que Dionisos suele asumir la forma de chivo negro:
“Otra forma animal asumida por Dionisos fue la de cabrón. Uno de sus nombres era “chivo”. En Atenas y en Hermione se le veneró con el nombre de “el de la piel negra de cabrón”, y corría la leyenda de que en cierta ocasión apareció vestido con la piel del que tomó el sobrenombre.” James Frazer “La rama dorada”
Cabría interpretar esta coincidencia morfológica entre Dionisos y Akerbeltz como una mera casualidad (pues Dionisos suele adoptar otras formas animales, entre ellas, la más frecuente, la de toro), sin embargo y como veremos a continuación, la supervivencia hasta tiempos históricos recientes en distintos lugares de la geografía europea, de mitos paganos cuyo protagonista es un antropomorfo chivo negro que “aparece” en nuestro mundo en fechas navideñas, nos permite afirmar que el macho cabrío constituyó antaño una de las más importantes representaciones del Dios-año de la fertilidad preindoeuropeo. Esta puede ser una de las razones principales de la “demonización” del chivo por parte de la Iglesia, pues el Vaticano había decido suplantar en su nueva doctrina (Concilio de Nicea), al Dios-año de las mitologías paganas por la figura de Jesucristo.
Un primer indicador que avala todo esto, es la pervivencia en algunas regiones de Centro Europa y del entorno del macizo de los Alpes, de un mito pagano que tiene como protagonista a un antropomorfo chivo negro, conocido con el nombre de Krampus. Aunque en la actualidad la representación original del Krampus como chivo negro prácticamente ha desaparecido, sabemos que esta fue su imagen originaria por numerosas postales navideñas de finales del siglo XIX y principios del XX en la que aparece recreada su figura como un macho cabrío negro.
En la mitología germánica, Krampus es hijo de la Diosa Hela, una deidad que al igual que Mari, reina en el mundo subterráneo. Según la tradición, el Krampus asciende desde el inframundo (la matriz de Hela) a la superficie terrestre precisamente en fechas navideñas, lo cual constituye una evidencia, más o menos clara, de su vinculación con los mitos paganos que representaban el nacimiento del Dios-año en dichas fechas. La demonización que sobre su imagen ha realizado la Iglesia a lo largo de los últimos siglos ha sido bastante deleznable, pues lo ha reconvertido en el “ayudante” navideño de San Nicolás, quién lo lleva sujeto por una cadena. Los niños que “se han portado bien” durante el año, reciben regalos de San Nicolás y los que se “han portado mal” pueden ser raptados por el Krampus para llevarlos con él al infierno. Con este fin, lleva una cesta en la espalda en la que introduce a los niños “malos”, es decir, Krampus es lo que comúnmente se conoce como “el hombre del saco.”
Sin embargo, podemos afirmar con relativa certeza, que quién originariamente ofrendaba los regalos a los niños no era San Nicolás, sino el chivo negro. Esto se aprecia claramente en el nombre con el que los finlandeses denominan actualmente a Santa Claus, Joulupukki, que significa literalmente “Macho cabrío de navidad.” Dicho nombre parece derivar o estar vinculado con el mito sueco de Julbock (que también significa “Cabrón de navidad”). Existen testimonios de los siglos XVII y XVIII en Suecia, que hablan de la tradición de hombres disfrazados con piel de chivo, en representación de Julbock, eran los que se encargaban de repartir los regalos navideños a los niños. Esta costumbre ancestral fue desapareciendo paulatinamente de los hogares escandinavos por la presión de la Iglesia, que asociaba a Julbock con el diablo. En Dinamarca se prohibió la celebración, a nivel local, en 1543. Siguieron sucesivas prohibiciones en los demás países escandinavos, incluso a través de leyes estatales, que culminaron con una ley sueca de 1808. No obstante, la costumbre se ha recuperado, aunque de forma atenuada, en nuestros días, con la presencia como ornamento en las decoraciones navideñas escandinavas del llamado Cabrón de Yule.
Recapitulando. Un pequeño rastreo (no exhaustivo) por los mitos paganos europeos nos ha permitido encontrar figuras mitológicas de seres con forma de chivo, vinculados directa o indirectamente al solsticio de invierno en: el mediterráneo (Italia, Grecia, Balcanes, Turquía,… zona de influencia del mito de Dionisos), en Centroeuropa (Alemania, Austria, Alemania, Hungría, Eslovenia, República Checa… zona de influencia del mito del Krampus) y en Escandinavia (Noruega, Dinamarca. Finlandia, Suecia,…zona de influencia del mito de Julbock).
Dada esta amplia distribución del arquetipo sagrado del chivo negro, como Dios-año de la fertilidad (lo cual denota la existencia de una antigua cosmovisión preindoeuropea en torno a su figura), cobran pleno sentido los numerosos testimonios recogidos en los juicios contra las “brujas” europeas, en los que éstas insistían con vehemencia que “su verdadero dios era el cabrón”, pues entendían que la figura de Jesucristo (nacido también entorno al solsticio de invierno) suponía un ejercicio de “suplantación” del Dios-año de la fertilidad al que se venía venerando en Europa desde tiempos inmemoriales.
Todo esto nos lleva, en definitiva, a preguntarnos, si es posible que Akerbeltz en su origen, pudiese ser también una representación local vasca del mito del Dios-año como hijo-consorte de la Gran Diosa preindoeuropea. Si esta hipótesis fuese cierta, se comprendería mejor la obsesión de la Santa iglesia por señalar al territorio vasco como epicentro de la brujería europea (akelarres), pues una cosmovisión que tenía como figuras más importantes a una Diosa todopoderosa (Mari), que tenía a un chivo negro por hijo (Akerbeltz) y a una serpiente por amante (Sugaar), constituía tal herejía, que no tenía perdón ni redención posibles desde la perspectiva de la fe católica.
Otro elemento que contribuyó a la demonización del Macho cabrío, fue el hecho de que al ser venerado en la antigüedad como emblema de la virilidad y la fertilidad (Fauno, Pan, Dionisos, Akerbeltz,…), su falo o pene erecto, constituía un símbolo sagrado que se mostraba explícito en templos y esculturas. Y en el mismo sentido también fue venerado en los akelarres y ceremonias paganas de la Europa medieval. Esto constituía otra herejía más para la Iglesia católica, pues a su juicio inclinaba a las gentes hacia el deseo sexual y al “libertinaje”, pasiones humanas que la Santa iglesia se empeñó durante siglos en domesticar. Así por ejemplo, este es lo que decía San Isidoro en el siglo VII, sobre el Cabrón:
“El chivo es un animal lascivo, impúdico, ansioso siempre de copular […] su miembro fálico es tan ardiente que su sola sangre es capaz de disolver el diamante, que ni el fuego ni el hierro pueden trabajarlo.”
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Sin embargo, hoy sabemos que para las cosmovisiones arcaicas de todo el planeta, la representación del falo no evoca solamente al órgano sexual masculino, sino a la energía fertilizadora de la naturaleza que permite renacer cada año, de manera cíclica, a todas las formas de vida. Este símbolo sagrado estaba principal y originariamente vinculado a la vida vegetal, a los tallos y troncos que se erigían verticales sobre la tierra húmeda y de los que nacían las nuevas semillas que renovaban la vida. Del mismo modo, con el surgimiento de la agricultura, el falo pasó a ser también el emblema de muchas deidades agrícolas y su poder vivificador sobre los cultivos.
“Dionisos, también fue el dios de los árboles en general. En Beocia, una de sus advocaciones era Dionisos en el árbol. Su imagen con frecuencia era solo un poste erguido, sin brazos, envuelto en un manto, con una careta barbuda como cabeza y frondosas ramas que salían de la cabeza o del cuerpo, mostrando la naturaleza del dios. También hay indicaciones, pocas pero significativas, de que se concibió a Dionisos como dios de la agricultura y del cereal. Se decía del dios que labraba la tierra y que fue el primero que unció los bueyes al arado. (…) También era uno de los símbolos de Dionisos una aventadora, es decir, una cesta en forma de cogedor usada hasta los tiempos modernos por los labradores que avientan o criban la mies para separar el grano de la paja. Este sencillo instrumento agrícola figuraba en los ritos místicos de Dionisos; es más, la tradición dice que cuando nació el dios fue colocado en una aventadora y no en una cuna. ” James Frazer, “La rama dorada.”
La clave para una comprensión completa del mito de Dionisos está en los festivales dionisíacos (Lenaia, la Gran Dionisíaca y Anthesteria), ceremonias paganas celebradas en invierno y primavera, que estuvieron extendidos antaño por toda Europa bajo diversos nombres y bajo la influencia de diferentes deidades, dependiendo de la cultura concreta que las celebrase. No obstante, todas ellas tenían como denominador común el alentar o celebrar a través de diferentes ritos, la renovación y la regeneración cíclica de la vida.
“La fiesta Lenaia, que se celebra en enero, estaba precedida de una Dionisíaca Rural, en la que se llevaban falos en procesión entre la algarabía general, para promover la fertilidad de las semillas sembradas en el otoño, y del suelo durante el descanso del invierno. Se hacían ofrendas ante la imagen de Dionisos y se cantaban canciones fálicas y sobre chivos. El propósito del festival Lenaia era despertar a la vegetación dormida. El festival de la Gran Dionisíaca, en marzo, también estaba destinado a asegurar la fertilidad. A este festival enviaban las ciudades del Imperio ateniense el emblema de la fertilidad, el falo, como parte de su tributo. Anthesteria era un Festival de Flores en honor a Dionisos como dios de la primavera, e incluía libación y regocijo.” Marija Gimbutas, “Diosas y dioses de la Antigua Europa”
Por otro lado, también sabemos que el culto a Dionisio tenía una dimensión espiritual más profunda, pues era una religión mistérica (misterios dionisiacos, báquicos, órficos, eleusinos,…) que se transmitía mediante experiencias iniciáticas a los neófitos. Estos ritos contenían cantos y danzas rituales, así como elementos orgiásticos, en los que se utilizaba la embriaguez del vino y otras sustancias alucinógenas como vehículo de alegría, desinhibición y éxtasis. El peso principal del culto lo llevaban las mujeres, e incluso en su origen, estos ritos parecen haber estado destinados únicamente al género femenino. ¿No se parecen estas características a lo que comúnmente conocemos como un akelarre?
“Cuando hoy en día hablamos de tragedia, solemos entender una historia dramática y lacrimógena. Pero no siempre fue así. En la antigua Grecia la Tragedia, que en ningún caso es asimilable al teatro tal y como lo entendemos nosotros, era una manifestación religiosa que se llevaba a cabo mediante representaciones teatrales (…) en los que se rendía culto al dios Dionisos. (…) De hecho, es comúnmente aceptado que el término Tragedia debe traducirse, en su origen, como “canto del Macho Cabrío“.
El Macho Cabrío es una de las representaciones de Dionisos, y el asunto del canto nos pone ante la música y la danza, que eran las actividades principales de las fiestas dionisíacas (además de la ingesta de bebidas alcohólicas). (…) estas celebraciones (bacanales, en su forma romana) tenían un poder altamente subversivo (porque no estaban sometidas a casi ninguna norma y relajaban en exceso las normas emanadas de los poderes sociales), y rápidamente fueron prohibidas, quedando relegadas a lo secreto y a la persecución. La llegada del cristianismo agudizó el asunto, y las reuniones dionisíacas adquirieron tintes demoníacos y oscuros (hay que recordar que el Macho Cabrío es la representación del diablo para el cristianismo).
No parece descabellado pensar que las reuniones de brujas tan perseguidas sean una pervivencia del dionisismo. Y como prueba tenemos la palabra con la que denominamos estas reuniones: akelarre. Proveniente del vasco, no quiere decir otra cosa sino “campo del Macho Cabrío”. Si a esto le sumamos que en los akelarres se aplicaban ungüentos y se realizaban danzas y cantos rituales, y que tradicionalmente sus participantes eran mujeres (las encargadas de dar culto a Dionisos también lo eran) resulta bastante plausible que la primitiva Tragedia fuera un Akelarre.”
Ahora bien, ¿Cuándo se celebraban estos akelarres? ¿Formaban parte de un calendario ceremonial anual pagano? En este sentido, el folklore comparado nos permite rastrear en nuestro continente, una serie de celebraciones anuales que aunque sustituidas o solapadas desde hace siglos por festividades del cristianismo romano, todavía son fácilmente reconocibles como parte de un antiguo calendario ceremonial indígena europeo, del que los festivales dionisiacos o los akelarres debieron formar parte. Dichas ceremonias estacionales que se celebraban periódicamente cada año y cuyas fechas concretas estaban determinadas por la interrelación entre los ciclos de la Tierra, la luna y el sol, tenían como propósito genérico el alentar la fertilidad de la naturaleza, por lo que en determinadas momentos del año se practicaban ciertos ritos sexuales en la creencia ancestral que ello “animaría” a las fuerzas de la naturaleza a reproducirse. Del mismo modo, cuando en otras ocasiones, las celebraciones tenían un trasfondo más lúdico que sagrado, es de suponer que la alegría y el goce fluirían sin las restricciones y tabúes que posteriormente impondría por la fuerza el cristianismo. Esto sirvió de pretexto a las autoridades eclesiásticas para crear toda clase de mitos que describían a los participantes en las dionisiacas o en los akelarres como unos “depravados”.
Un ejemplo de ello, lo encontramos en las antiguas celebraciones paganas del solsticio de invierno y que fueron rebautizadas por el Imperio Romano con el nombre de Hennula Crevula (“Ceremonia del ciervo”). En ellas se escenificaba el comienzo anual del ciclo de regeneración de la naturaleza con fiestas con un claro trasfondo sexual, y en las que los participantes se disfrazaban de toro, chivo y ciervo como evocación del Dios Cornudo de la fertilidad.
“Fue común a las ciudades más notables del Imperio celebrar el día primero del año con la fiesta llamada Hennula Cervula, especie de bacanales en las que hacían el principal papel los disfraces de ciervo, toro y chivo. San Paciano, que fue obispo de Barcelona desde cerca del año 360 al 390, dedicó a la extirpación de esta costumbre en su diócesis un libro o tratado con el título de Cervulus, que todavía no se ha descubierto […] Mas sus amonestaciones tuvieron tan poco éxito que, como dice el mismo santo obispo: Los barceloneses idólatras mostraron todavía más atención en esa fiesta y ejecutaron con más esmero sus papeles de brutos. Continuaron, como antes, disfrazándose de salvajes, recorriendo la ciudad y los campos con este traje, y engolfándose con aquel bárbaro disfraz en torpes desenfrenos.” Pablo Piferrer y Francisco Pi Margall, “España: sus monumentos y artes, su naturaleza e historia.”
Literalmente algunas de las prohibiciones decían así: “No se permite hacer el becerro ni el ciervo el día 1 de Enero, ni celebrar costumbres diabólicas”. San Agustín alude a estas festividades en su sermón sobre las Kalendas:
“¿Hay locura mayor que cantar con irrespetuoso deleite las excelencias de los vicios con ritmos lascivos y poesías groseras? ¿Mayor que vestirse con una piel de animal, semejarse al chivo o al ciervo, de forma que el hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, se parezca al demonio?”
Por su parte, San Cesarius de Arles (470-543) escribió sobre las ceremonias de las Calendas de enero:
“Algunos disfrazan ellos mismos como ciervos; otros con las pieles de ovejas o chivos, incluso otros se disfrazan con máscaras de animales, exultantes y regocijándose porque, asumida una apariencia de bestia, ellos no parecían ser hombres. ¿Habrá alguna persona inteligente que pueda creer que haya individuos que estén en sus cabales y se disfracen de ciervos y quieran transformarse en bestias?” Nigel Jackson, “Masks of Misrule”
Teodoro, arzobispo de Inglaterra (668-690 d.c.) en su Liber Poenitentialis advierte:
“Cualquiera que ande como ciervo o toro, es decir, se haga pasar por un animal salvaje y se vista con la piel de un animal de rebaño, poniéndose la cabeza de las bestias; aquellos que en tal guisa se transforman en la apariencia de un animal salvaje tienen pena de tres años, porque esto es diabólico.”
Pero además de estas festividades que daban la bienvenida al “nuevo sol”, es obvio que existían otras fechas referenciales a lo largo del año, que conformaban un calendario ceremonial que tomaba en cuenta los solsticios y los equinoccios como puntos referenciales de su estructura. De esto no nos cabe duda, pues ya hemos visto anteriormente como las culturas del Paleolítico Superior utilizaban para sus ceremonias sagradas determinadas cuevas alineadas con los solsticios. Del mismo modo, las culturas megalíticas preindoeuropeas perfeccionaron y desarrollaron dichos conocimientos arqueoastronómicos y los proyectaron en dólmenes, menhires y crómlech (que también sabemos fueron utilizados como espacios ceremoniales durante los solsticios y los equinoccios). Y finalmente, los testimonios históricos de fechas más recientes, nos muestran claramente como dos de las celebraciones paganas más importantes del año fueron y son: el solsticio de invierno (navidad) y el solsticio de verano (San Juan).
Pero además de la celebración de los solsticios (y por extensión los equinoccios), encontramos en el folklore de las culturas europeas, otros cuatro momentos concretos del año que también parecen haber formado parte, de manera común, en la mayor parte de los calendarios festivos de todo el continente. Se trata de la fecha intermedia entre cada solsticio y equinoccio, la cual varía cada año, pues nuestros ancestros las hacían coincidir con la segunda luna llena de cada estación. Esta variación anual de las fechas exactas de las celebraciones puede ser comprendida con el ejemplo actual del Carnaval o la Semana Santa, cuyas fechas concretas también están condicionadas por los ciclos lunares.
Y así en el siglo X, el rey irlandés Cormac Mac Cárthaigh afirmaba que existían “cuatro grandes incendios al año que se prenden en los cuatro grandes festivales de los druidas: en febrero, mayo, agosto y noviembre“. Del mismo modo, aunque cinco siglos posterior, tenemos el testimonio de Issobell Smyth, mujer acusada de brujería en 1661 en el pueblo de Forfar, Escocia. Según ella las grandes ceremonias paganas se celebraban “cada trimestre: en Candlemas , Rud-day , Lambemas y Hallomas.” Podríamos decir que, de manera genérica, estas fechas celebraban cuatro eventos principales: el despertar de la vida (Febrero), la siembra (mayo), la cosecha (Agosto), y el aletargamiento de la naturaleza (Noviembre).
Y aunque estas fechas pudieran parecernos ajenas a la cultura tradicional vasca, hay que decir que al menos dos, la de Febrero (Iñauteriak, Candelaria, Santa Águeda,…), y la de Noviembre (Gau baltza, Arimen gaua,…), son perfectamente reconocibles hoy en día, por lo que es de suponer que las otras dos (mayo y Agosto), aunque desvirtuadas por el paso del tiempo, también formaran parte del calendario ceremonial ancestral vasco. Por tanto, si unimos estas cuatro fechas, a las de los solsticios y la de los equinoccios, nos encontramos con 8 festividades referenciales (que por otra parte, parecen encajar en la llamada “Rueda del año” que utilizan los grupos neopaganos actuales). En este sentido, encontramos un dato bastante revelador, en el proceso inquisitorial que se llevó a cabo en la ciudad de Logroño en 1610 contra las llamadas brujas de Zugarramurdi. Así, en dicho “auto de fe,” se detallan las fechas en las que supuestamente tenían lugar los archiconocidos “akelarres” de la aldea navarra:
“En las vísperas de ciertas fiestas principales del año que son las tres pascuas, la noche de los Reyes, de la Ascensión, Corpus Christi, todos los santos, la purificación, asunción y natividad de nuestra señora, y la noche de San Juan bautista, se juntan en aquelarre a hacer solemne adoración al demonio.”
Lógicamente no podemos asegurar que los datos son ciertos, pues no sabemos quién se los proporcionó a los inquisidores y bajo qué condiciones de tormento, pero al menos nos sirven para intuir que los practicantes de aquella religión naturalista vasca, como el resto de culturas europeas, seguían algún tipo de calendario ceremonial anual. No obstante, quién se tome el tiempo de analizar con detalle estas fechas que aparecen escritas en el Auto de Fe de Logroño, podrá comprobar como gran parte de ellas coinciden con festividades cristianas que tienen a su vez su origen en celebraciones paganas vinculadas a los solsticios y los equinoccios, así como a otras fechas intermedias referenciales que celebraban la siembra o las cosechas.
Tomando pues como referencia los solsticios, los equinoccios, así como la fecha intermedia entre ambos, nos quedaría un calendario con estas 8 fechas principales:
1. El solsticio de invierno, el momento a partir del cual el sol, en su movimiento aparente, comienza su ciclo de ascenso. Es el nacimiento (natividad o navidad) del “nuevo sol” en infinidad de culturas arcaicas del planeta, entre ellas la vasca: “Eguberri.”
2. De ahí nos iríamos a la siguiente fiesta, la luna llena más próxima al punto intermedio del invierno (2 de Febrero aproximadamente), en la que celebraba el paulatino despertar de la naturaleza de su letargo invernal. Es el momento en el que aparecen las primeras flores y algunos animales como los osos o las serpientes “vuelven” del Mundo Subterráneo tras su hibernación. Los carnavales y mascaradas vascos (Ituren y Zubieta, Altsasu,…), Santa Águeda o Candelaria, son celebraciones actuales vinculadas al concepto de “animar” a la naturaleza a despertarse.
3. Durante el equinoccio de primavera la longitud de los días ha alcanzado a la de las noches. La naturaleza ha despertado del todo. Estas celebraciones fueron absorbidas y solapadas por la fiesta de Pascua del cristianismo.
4. Las celebraciones de la luna llena más próxima al punto intermedio de la primavera (1 de mayo aproximadamente) están relacionadas principalmente con la siembra y la regeneración de la vida vegetal y de los bosques. La naturaleza es representada en estas fechas como una joven doncella. Este simbolismo aún puede percibirse en el Valle del Baztan con la celebración de la Erregiña eta saratzak (“La reina y los sauces”) vinculada a las fiestas de las mayas. Por otra parte, el rito del palo de mayo, constituye la prueba de la existencia de una antigua religión naturalista preindoeuropea compartida a lo largo y ancho del continente. Así entre muchos ejemplos tenemos: mayatz aretza entre los vascos, may pole en Inglaterra, o maj stanger entre los escandinavos.
5. Las celebraciones del solsticio de verano han permanecido vivas a través de la Fiesta de San Juan. Las horas de luz han aumentado progresivamente hasta llegar a su cenit.
6. Las celebraciones de la luna llena más próxima al punto intermedio del verano (1 de agosto) estaban relacionada con las fiestas de la primera cosecha (de cereal). Esta celebración fue sustituida por la de la Asunción de la Virgen María. Sabemos de la importancia de esta celebración en la antigüedad porque el 15 de Agosto, es el día con más celebraciones (1.200) a lo largo y ancho de España.
7. Las celebraciones del equinoccio de otoño, están relacionadas con las fiestas de la segunda cosecha. De vital importancia era la recolección de la manzana y la vid (sidra y vino). Y no menos importante la de castañas, avellanas o nueces. La longitud de los días y de las noches vuelve a igualarse.
8. Finalmente Las celebraciones de la luna llena más próxima al punto intermedio del 0toño (1 de noviembre). Se celebrar el inicio del aletargamiento, hibernación o muerte de la naturaleza. Es la conocida festividad cristiana de Todos los Santos, el famoso Halloween actual, que ahora sabemos que también se celebraba entre los vascos (Gau baltza o Arimen Gaua). La oscuridad gana la batalla a la luz, la longitud de las noches comienza a ser más larga que la de los días.
Este ritmo cíclico de vida, muerte y regeneración de la naturaleza que expresan las celebraciones del calendario agrícola pagano, fue representado mitológicamente a través de la relación amorosa entre la Gran Diosa eterna e inmortal (la Tierra, nuestro planeta) y un hijo-consorte mortal (que encarnaba la fertilidad cíclica). Dicho mito estuvo presente en todas las culturas agrícola del Neolítico (Europa, Mesopotamia, Egipto, Indo,…) con diversos nombres y distintos matices, hasta que las autoridades eclesiásticas distorsionaron o hicieron desaparecer su primitivo sentido original y convirtieron al Dios Cornudo de la fertilidad en el mayor enemigo de la cristiandad.
Sabemos además, que este relato sobre la relación amorosa entre la Gran Diosa y el Dios Cornudo, formó parte de la liturgia que se escenificaba en los akelarres, pues así lo atestiguan numerosos testimonios históricos que a su vez sirvieron de inspiración a grabados y dibujos en los que el macho cabrío aparece representado en un trono presidiendo el akelarre, junto a una “Reina de las brujas” o “Reina del akelarre”, en representación (sacerdotisa) de la Gran Diosa/Mari.
La escenografía de este matrimonio sagrado, aún es recreada en una antiquísima fiesta irlandesa (Feria de Puck), cuyos orígenes se remontan al menos 1.500 años atrás y que tiene como protagonista a un macho cabrío al que coronan como “Rey de Irlanda” y a una “Reina” que se elige cada año entre las jóvenes del pueblo. La Feria de Puck encaja con la descripción que el inquisidor Pierre de Lancre hizo sobre los supuestos akelarres que tenían lugar en Lapurdi: “el akelarre se asemeja a una feria de mercaderes.” El colorido y la alegría con que se desarrolla la Feria, contrasta enormemente con los tenebrosos grabados y pinturas medievales en los que se representaba al macho cabrío junto a las brujas, y nos permite hacernos una idea de lo que realmente era un akelarre.
“La más interesante supervivencia moderna del Dios Cornudo aparece en la Feria de Puck, en Killorglin, condado de Kerry. Aunque gran parte del antiguo ritual se ha perdido irremisiblemente, aún queda suficiente para revelar el origen de la ceremonia. La fecha original era Lammastide, es decir, el 1º de agosto, fecha de uno de los cuatro grandes sabbaths de la antigua religión. […] El Puck que dio su nombre a la feria es un macho cabrío. Se trata de un animal salvaje, que vive en las colinas y es atrapado con el único propósito de presidir la fiesta. […] El primer día de la feria es llamado Día de reunión (Gathering Day). Las multitudes se pasean por las calles del pueblo y los callejones de la feria, bebiendo y divirtiéndose. […] Ya al atardecer, pero antes de la puesta del Sol, empieza la procesión del macho cabrío. Consiste en una banda de flautistas, seguida por un carromato en que va el macho Puck […]. Puck va adornado con guirnaldas en torno al cuello, y lo atienden cuatro niños vestidos de verde. Tras recorrer el pueblo durante una hora, banda y carromato vuelven a la plaza, donde se ha levantado una estructura de unos doce metros de alto. Una niña vestida y coronada como “Reina” pone en la cabeza del macho una corona de lentejuelas y una guirnalda de flores en torno a su cuello. Entonces el macho cabrío, firmemente atado a su plataforma, es levantado con cuerdas y poleas hasta lo alto de la estructura, donde se queda hasta el término de la feria. Cuando el animal ha llegado a su elevada posición, un hombre proclama por medio de un megáfono: “¡El rey Puck de Irlanda!”. […] El Segundo día es el clímax del festival. Las escenas, aunque hoy se limitan a simple embriaguez, muestran que en tiempos antiguos este era una de aquellos festivales orgiásticos tan comunes en los cultos primitivos. El tercer día, el día de dispersarse (Scattering Day), bajan al macho cabrío y lo dejan libre.” Margaret Murray, “El Dios de los Brujos”
Es probable que tanto el Puck irlandés como el Akerbeltz vasco, sean rescoldos culturales de una antigua espiritualidad naturalista preindoeuropea, en el que el chivo negro tuvo un papel protagonista como numen de la fertilidad. En este sentido, sabemos que Akerbeltz es el regente del inframundo vasco, un lugar que como ya hemos visto a lo largo de este trabajo, no tenía un sentido lúgubre, ni tenebroso, sino que era entendido como un lugar en el que se gestaba y regeneraba la vida. Así, podríamos decir que el mundo subterráneo vasco representa a la matriz ígnea de Mari, en conexión umbilical (axis mundi) tanto con el fuego ceremonial que se enciende en la superficie terrestre (hogar), como con el fuego de las alturas cuya energía encarna el culebro Sugaar. Este inframundo uterino, es también el lugar en el que habitan los difuntos, y es posible que Akerbeltz actuara como psicopompo (conductor de almas) en tiempos pasados. Estos fueron los ingredientes (mundo subterráneo, fuego, difuntos, macho cabrío,…) que tomó el cristianismo romano para distorsionar y difamar la imagen del dios cornudo vasco, al mismo tiempo que transformaba la matriz de la Diosa en el infierno. Repito: CONVIRTIERON LA MATRIZ DE LA DIOSA EN EL INFIERNO. Un cambio mítico que sirve de perfecto ejemplo simbólico de lo que significó la imposición de las grandes religiones patriarcales sobre las culturas matrísticas de la Europa antigua.
Sin embargo, la estrecha relación entre el Dios cornudo y la Diosa, representada ritualmente en el matrimonio sagrado (Hierogamia) que se celebraba en las dionisiacas de primavera, en algunos akelarres y en diferentes ceremonias estacionales de las culturas preindoeuropeas del Neolítico y la Edad del Bronce, está inscrita de manera imborrable en la propia morfología de algunos animales astados. Así, nuestros ancestros observaron la extraordinaria similitud existente entre la forma del útero femenino y la de la cabeza del carnero, el chivo o el toro, así como entre sus respectivos cuernos y las trompas de Falopio.
Desde el Neolítico más temprano, aparecen representaciones de osamentas de toros (bucráneos)) esculpidas o pintadas sobre altares y santuarios de yacimientos arqueológicos como en el de Catal Huyuk en Anatolia, dónde la famosa estatuilla de la Diosa entronizada, parece contener la cabeza de un toro en su vientre (Imagen dcha.). Para algunos investigadores como Dorothy Cameron, Marija Gimbutas o James Meellart, los bucráneos simbolizaban en el universo simbólico preindoeuropeo, el útero regenerador de Gran Diosa y de ahí la asociación del toro con la luna en los mitos neolíticos, pues además de la evidente forma lunar de sus cuernos, la luna y el útero femenino siguen ritmos cíclicos paralelos.
“¿Por qué el papel del bucráneo es tan prominente en el arte neolítico y porque esa asociación tan cercana a la Diosa? Parece que, como ya observo Dorothy Cameron en su libro, “Symbols of birth and death in the neolithic era”, la clave de esta pregunta se encuentra en el extraordinario parecido existente entre el útero femenino con sus trompas de Falopio y la cabeza del toro con sus cuernos. En los frescos de Catal Huyuk aparecen cabezas y astas de toro inteligentemente situadas en representaciones del cuerpo femenino. En vasos antropomorfos, la cabeza del toro se sitúa en el lugar correcto, esto es, en el bajo vientre, como puede verse en el vaso de mármol que se ilustra (imagen izq.), procedente de las cicladas (3.000 a.C.)” Marija Gimbutas, “El lenguaje de la Diosa”
Marija Gimbutas aseguraba que la cosmovisión preindoeuropea del Neolítico suponía un continuum simbólico y cultural con la de los cazadores-recolectores paleolíticos. Esta hipótesis ha quedado demostrada en varias ocasiones a lo largo de este trabajo y como vamos a ver a continuación, también puede corroborarse en el caso de los bucráneos. Así, en la anterior página, hemos visto la imagen de un vaso neolítico de unos 5.000 años de antigüedad en el que se reproduce el cuerpo de una mujer con una cabeza de toro en su vientre. También, hemos visto la estatuilla de la “Diosa entronizada” de Catal Huyuk, de 8.000 años de antigüedad, en la que del mismo modo, aparece representada una cabeza de toro en su vientre. Pues bien, este simbolismo también es claramente manifiesto en una pintura paleolítica que antecede a las anteriores representaciones en nada menos que 30.000 años.
Se trata de una pintura rupestre situada en la cueva francesa de Chauvet y a la que se le estima una antigüedad de 35.000 años. Representa a un hombre-bisonte (con cuerpo humano y cabeza de animal) conocida como “el hechicero de Chauvet” y que tiene cierto paralelismo simbólico con la imagen del “hechicero de Les Trois-Freres”, aunque entre ambas imágenes hay nada más y nada menos que 20.000 años de diferencia. Por tanto, podemos equiparar en antigüedad la imagen del hombre-bisonte de Chauvet con la de las venus paleolíticas más antiguas, un dato que evidencia también la extraordinaria antigüedad de la figura mítica del Dios Astado y demuestra cómo, al igual que el caso de las “venus”, su representación simbólica puede encontrarse en periodos temporales que abarcan todo el Paleolítico Superior.
Pero el dato de trascendental importancia que diferencia al Hombre-bisonte de Chauvet de otros antropomorfos astados paleolíticos, es que su cuerpo aparece fusionado al cuerpo de una mujer. Los arqueólogos dicen que fue pintado en dos fases, en dos épocas diferentes. Primeramente se pintó un gran triangulo púbico y las piernas de la mujer bajo un contorno cuervo de la roca, lo que parece evocar un embarazo en la parte que representa al vientre. Sobre éste, se pintó posteriormente una cabeza de bisonte en el que el ojo del animal es al mismo tiempo el ombligo de la mujer. Del mismo modo, la pierna derecha de la mujer es al mismo tiempo la pierna izquierda del Hombre bisonte, que parece estar en posición flexionada o bailando.
De este modo, la pintura de Chauvet parece demostrar, con relativa certeza, la hipótesis de algunos autores que como Gimbutas, Mellaart o Cameron afirman que los bucráneos de toros neolíticos representan el útero femenino (y desde un punto de vista mitológico, al útero regenerador de la Gran Diosa). Esta sorprendente representación del símbolo por antonomasia de la fecundidad femenina, a través de la cabeza de animales (toro/chivo/carnero), que a su vez simbolizan el principio de fertilidad masculino, nos muestran que el mito de la Diosa (Mari) y el del Dios Astado (Akerbeltz) están indisolublemente unidos, conformando la Hierogamia sagrada de las mitologías preindoeuropeas. Y quizás por eso, en los mitos vascos, las figuras de Mari y Akerbeltz, parecen entremezclarse y hacer referencia a un mismo ser, pues el chivo negro no es otra cosa que el poder vivificador que emana de la propia matriz de Mari, para que la naturaleza pueda emprender su regeneración cíclica y prosiga el eterno fluir de la VIDA.
“En figura de macho cabrío negro es representado un genio que, en ciertos aspectos, parece sucedáneo de la propia Mari. (…) Todo chivo negro es considerado como símbolo de Mari.” José Miguel de Barandiaran.
Pero existe otro numen astado, que aparece en los mitos vascos como consorte de Mari y del que aún no hemos hablado en este trabajo. Se trata de Ahari, un ser mitad hombre, mitad carnero, que suele acompañar a Mari en la boca de sus cavernas. Así, según cuentan algunas leyendas, Mari ha sido vista en la sima de okina hilando acostada, mientras apoya su cabeza sobre el cuerpo también tumbado de Ahari, y utiliza los cuernos del hombre-carnero para devanar el hilo dorado de su madeja. Este escena de complicidad amorosa entre ambos seres, constituye un ejemplo mítico del verdadero rol que jugaba el Dios Astado en las mitologías preindoeuropeas, antes de que las religiones patriarcales demonizaran su imagen. Del mismo modo, ahora que sabemos del profundo simbolismo espiritual que tenía el hilado en las cosmovisiones arcaicas europeas, así como que la cabeza del carnero evoca en su morfología al útero femenino, el hecho de que Mari utilice sus cuernos como devanadera nos abre un nuevo universo interpretativo de dicha escena mítica.
Encontramos también en dicha escena mitológica vasca, ciertos paralelismos simbólicos con el famoso mito del laberinto cretense protagonizado por Ariadna y el Minotauro. Además del simbolismo arquetípico del hilado que contienen ambos mitos, la raíz (h)ari (hilo), casualmente o no, aparece en los nombres de Mari, Ahari y Ariadna. También aparecen representados en ambos casos, dos seres antropomorfos y astados (el carnero y el minotauro), así como la cueva y el laberinto como imágenes arquetípicas del inframundo uterino. Y finalmente, tanto “el hilo de Mari” como “el hilo de Ariadna” parecen jugar el papel de nexo o “amarre” entre los mundos terrestre y subterráneo. Hoy sabemos además, que la historia original del mito del laberinto cretense fue distorsionada por los invasores helenos que colonizaron Creta, pues en su origen, relataba la unión sagrada entre la Dama del Laberinto, Ariadna, y su consorte masculino, el Minotauro. Podríamos concluir, por tanto, que la esencia simbólica originaria de este antiquísimo mito preindoeuropeo, pervivió en los mitos vascos a través de la complicidad amorosa entre Marí y Ahari, como representación arquetípica de los dos principios vitales que posibilitan la regeneración cíclica de la vida en la cueva-matriz de Amalur.