El matrimonio sagrado entre la Diosa y el Dragón
En la cosmovisión indígena europea, la energía del principio masculino celeste se expresaba simbólicamente a través de la figura del dragón (aire y fuego) que descendía del cielo para penetrar en el útero de la Diosa (tierra y agua).
Este ancestral simbolismo aún perdura en la mitología preindoeuropea vasca donde Sugaar (serpiente macho celeste) es el amante de Mari (Madre Naturaleza).
Su encuentro siempre desata una feroz tormenta, un diálogo entre el cielo y la tierra.
Mari
Mari o Maddi es el numen principal de la mitología vasca precristiana. Es una divinidad de carácter femenino que habita en todas las cumbres de las montañas vascas, recibiendo un nombre por cada montaña (además de ser relacionada y a veces confundida con Amalur). La más importante de sus moradas es la cueva de la cara este del Amboto, a la que se conoce como «Cueva de Mari» («Mariren Koba» o «Mariurrika Kobea»), que atribuye a Mari el nombre de «Mari de Amboto» o «Dama de Amboto» («Anbotoko Dama»). También existe en la mitología aragonesa bajo el nombre de Mariuena.
Mari, personificación de la madre tierra, es reina de la naturaleza y de todos los elementos que la componen. Generalmente se presenta con cuerpo y rostro de mujer, elegantemente vestida (generalmente de verde), pudiendo aparecer también en forma híbrida de árbol y de mujer con patas de cabra y garras de ave rapaz, o como una mujer de fuego, un arco iris inflamado o un caballo que arrastra las nubes. En su forma de mujer aparece con abundante cabellera rubia que peina, al sol, con un peine de oro.
Su consorte es Maju o Sugaar, sus asistentes las sorginas, y tiene dos hijos: Mikelatz (o Mikelats, el hijo perverso) y Atarrabi (o Atagorri, el hijo bondadoso), que están siempre enfrentados, una representación paleocristiana del bien y del mal (Bat-arra-bi es la versión sugerida por Jorge Oteiza, en El libro blanco del preindoeuropeo, para solucionar el sonema que falta en la etimología que propone).
Habita en cuevas en diferentes montes, aunque su morada principal se sitúa en la cueva ubicada en la impresionante pared vertical este del Amboto, justo bajo la cumbre. En estas cuevas recibe a sus fieles, los cuales deben guardar un estricto protocolo:
- Se le debe tutear (hablándole en hika).
- Hay que salir de la cueva de la misma forma que se entró.
- No hay que sentarse nunca, incluso recibiendo la invitación de hacerlo, mientras se habla con ella.
- Mari es la señora de la tierra y los meteoros. Tiene el dominio de las fuerzas del clima y del interior de la tierra. Entre sus misiones está el castigar la mentira, el robo y el orgullo. De ella vienen los bienes de la tierra y el agua de los manantiales.
Con los hombres se comporta de forma tiránica, o todo lo contrario, los llega a enamorar mostrándose como una mujer dócil y trabajadora, pero siempre con fin de impartir justicia por medio de la regla del no: si mientes, negando que posees algo que sí es tuyo, Mari te lo quita. Así, efectivamente, ya no lo tienes, y se produce la justicia. Presagia las tormentas y determina el clima. Además se la conoce por su capacidad para volar. Cuando está en su morada de Amboto, la cumbre está entre nubes; esto es la manifestación de su presencia.
El igual que la Gran Diosa del universo simbólico prehistórico, Mari es el numen central. personifica la unidad sagrada. Mari aparece frecuentemente en la boca de las cuevas hilando junto a un carnero, uniendo simbólicamente con su hilo dorado la tierra y el inframundo, el mundo de los vivos y el de los antepasados (Hari = Hilo en Euzkera)
Aunque todas estas leyendas en que se basa la tradición de Mari son posteriores al cristianismo, Mari se asemeja más a Gea, ya que vive en las cuevas, y a todas las diosas de la fertilidad y del amor, por el mismo motivo, y porque proporciona frutos y regalos.
Sin embargo, no todos los investigadores están de acuerdo con esta identificación. Para la antropóloga Anuntzi Arana, Mari tiene más similitudes con los dioses supremos celestes Zeus o Júpiter, ya que, al igual que éstos, gobierna los fenómenos meteorológicos e imparte justicia.
Mari se bebe la vida de los hombres y los hace infelices. En la tradición aragonesa Mari es, sin embargo un ser benéfico que ayuda a los humanos.
Sugaar
Sugaar, también llamado Sugar o Maju (asimismo conocido, según las zonas, como Suarra, Sugahar, Sugoi o Maiu), es una deidad de la mitología vasca precristiana. Es una divinidad de carácter masculino, consorte de la diosa Mari (tiene, sin embargo, un papel mucho más oscuro que esta), y padre de Mikelatz (hijo perverso) y Atarrabi (hijo bondadoso).
Para nuestros antepasados, las tormentas simbolizaban la unión sexual entre el Padre Cielo y la Madre Tierra, ya que de dicho encuentro surgía la lluvia seminal que fecundaba la naturaleza. Y en este apareamiento cósmico, el rayo representaba el poder fertilizador del principio masculino celeste que penetraba por las simas y cavidades uterinas. Este fenómeno atmosférico fue interpretado por nuestros ancestros como una serpiente-rayo o dragón (relacionado con los elementos masculinos: fuego y aire). Así parece haber quedado reflejado en la mitología vasca que, al haber conservado muchos rasgos pre-indoeuropeos, puede ayudarnos a desenmarañar el significado original de nuestros mitos. Pues bien, según la tradición oral vasca, Sugaar (serpiente macho) es el amante de Mari (Diosa Cósmica). Sugaar, al igual que el joven dios de las cosechas de tiempos neolíticos, debe ser entendido en última instancia como una emanación de la propia Diosa (símbolo del Todo) que le permite a ésta autofecundarse (Diosa partenogénica).
Sugaar -> suge + ar, ‘serpiente o ‘dragón’; igualmente se sugiere -> sua + gar, ‘llama del fuego’. La etimología de Maju es desconocida. Por un lado puede ser suge (serpiente) + ar (macho), pero otros autores también sugieren su (fuego) + gar (llama). En otras comarcas vascas también se le conoce como suarra de su (fuego) y arra (gusano).
Sugaar es capaz de cambiar de forma, tomando generalmente forma humana o forma de serpiente o dragón.
Sugaar tiene diversas moradas terrenales, como, por ejemplo, las cuevas de Amunda (o Agamunda) y de Atarreta, ambas en el pueblo guipuzcoano de Ataun.2 Otro lugar que se considera su morada (o de su hijo Mikelatz) es la cueva de Baltzola en Batzolamendi, en el barrio de Indusi en Dima (Vizcaya).
Una leyenda vizcaína lo vincula al origen mitológico del linaje de los señores de Vizcaya. Según esta leyenda, una princesa escocesa refugiada en Mundaca tuvo un encuentro erótico con Sugaar, de donde nacería Jaun Zuria, primer señor mitológico (no histórico) de Vizcaya.
El antropólogo J.M. de Barandiaran recogió hace décadas algunos testimonios sobre Sugaar en las comunidades rurales vascas. Así uno de los consultados afirmó que suele atravesar el firmamento en forma de media luna de fuego justo antes de una tempestad. Según otro testimonio su aparición es en forma de fuego, pero no se le ve la cabeza ni la cola; es como un relámpago. Además, en muchos pueblos se dice que al juntarse dicha pareja de amantes (Mari y Sugaar) siempre estalla una furiosa tormenta. […] En euskera la palabra relación se dice harreman, compuesta en su etimología básica por ar (masculino) eme (femenino), pero que también podemos interpretar desde la manifestación dinámica de estas dos energías, así tenemos: Har (tu) del verbo “coger, tomar” y eman, del verbo “dar, ofrecer”. Encontramos pues, en la etimología de esta palabra, una hermosa síntesis lingüística y filosófica de las dos polaridades energéticas de la naturaleza, cuya complementariedad (harreman) conforman la unidad primordial de todos los seres y procesos naturales.
Esta es la analogía contenida en las ceremonias del Matrimonio sagrado neolítico (hierogamia) en las que sus ritos se ocupaban tanto de armonizarse con las fuerzas duales de la naturaleza (femenino-terrestre y masculino-celeste) como con las relaciones humanas entre el hombre y la mujer. Y esto es, en definitiva, lo que simboliza y enseña la relación entre Mari y Sugaar: la armonía y complementariedad entre las dos polaridades de la naturaleza, lo que en la tradición alquímica se denomina andrógino sagrado.” G. Piquero, “De la matrística a los imperios patriarcales”